Lo único necesario: Su Amor!

El Templo Marial

Capítulo 4
El templo marial. Pura capacidad de Dios
"El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra..." (Lc
1,35).
"¿Quién es ésta que sube del desierto apoyada sobre su Amado?" (Gn 8,5).
No es un espejismo: María es ciertamente la Reina del desierto. A ella, antes que a nadie le
fue dicho por Dios que la atraería a la soledad para hablarle al corazón, y eso de modo único, ya
que la "Palabra" increada descendió a ella para habitarla (Lc 1,38). En la soledad, en el silencio
es donde concibió en total secreto. Y vuelve al mundo, sin ser jamás del mundo, para darse a su
Amado y hacerse cargo de nosotros.
El eremita no acertará a encontrar a Jesús sino en María. Ella es el oasis del desierto que
alumbra la Fuente de vivas aguas refrescantes.
Es asimismo el "Tabernáculo del Dios Altísimo". Una de las mayores gracias que puedan
serte otorgadas, es la de descubrir ese Templo Marial, y penetrar en él para abordar a Jesús. Él
está siempre "vivo en María", y al igual que los Magos no hallarás al uno sin la otra (Mt 2,11).
Recuerda que María no es sólo la Madre de Dios, es también la tuya; y en el orden de la gra-
cia se lo debes todo. Ella ha dado a Jesús al mundo, ella te lo da a ti. Ella lo ha hecho nacer en tu
alma en el Bautismo. Ella lo hace crecer y te moldea a su imagen. Nada te llega de Dios sin que
pase por ella. Más afortunado que todos los exploradores, te adentras en el desierto bajo la guar-
da de una madre que te traza la pista y cuya mano te protege y provee a todas tus necesidades, la
más imperiosa de las cuales es la necesidad de Dios: "Fuera de ti nada deseo sobre la tierra" (Sal
72,25). Ella te conduce a él.
Jesús es la Luz, María es el candelero; Jesús es el Maná, María la Urna que lo contiene; Jesús
es el incienso, María el altar de oro que lo sustenta; Jesús es el carbón incandescente, María el
incensario donde arde; Jesús es el Pan de vida, María la mesa en que se nos sirve; Jesús es el
Dios adorable, María el Santo de los Santos donde recibe nuestras adoraciones.
Todo ello fue verdadero físicamente durante los nueve meses en que el Verbo Encarnado
vivió en el seno de su Madre. Y no lo es menos, espiritualmente, por los lazos de gracia que
unen a Cristo y a la Virgen, y por su vocación de Madre de los hombres. Es el Templo de la
Trinidad: "Dios está en ella..." (Sal 45,6).
Es la "ciudad de Dios" cuyas "puertas ama Dios más que las tiendas de Jacob" (Sal 86,2), la
que ha elegido, de la que dice: "Ésta será por siempre mi mansión, aquí habitaré porque lo he
querido" (Sal 131,14), el monte que "eligió Dios para morada suya, en el que siempre habitará
Yavé" (Sal 67,17).
Contempla con cariño de qué manera y hasta qué grado de perfección es María el Templo de
Dios. Tú mismo lo eres: ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros?" (1 Co 3,16) —"Efectivamente, nosotros somos templos de Dios vivo" (2 Co 6,16).
No lo has sido siempre; Ella, en cambio, lo fue ya desde su concepción. El Espíritu Santo
habita en ti a título de la gracia santificante que lo atrae a tu alma junto con las otras Personas divinas. Reside en María como en su Templo propio. Madre del Verbo Encarnado, el Espíritu de
su Hijo le es dado con un carácter de pertenencia que hace de ella su Santuario normal y privile-
giado.
Es el Trono de la Sabiduría (Sedes sapientiae) no sólo en el sentido de que la Sabiduría in-
creada se haya encarnado en su seno; lo sigue siendo después del nacimiento de Jesús. Al tomar-
la por Madre, el Verbo ha contraído con ella una unión que ha sido comparada con el matrimo-
nio. Ha establecido entre ambos a dos una pertenencia recíproca, una solidaridad por la que
ponen en común la Obra íntegra de la Redención. Con miras a ese "matrimonio divino", a esa
colaboración, es por lo que la ha enriquecido con tantos privilegios que hacen de Ella, en cuerpo
y alma, el Templo más puro y el más hermoso que jamás existió: puro por su Concepción Inma-
culada; hermoso, por su plenitud de gracia.
En ese Templo ha depositado Dios los tesoros que nos destina, confiando a la solicitud mater-
nal de María la distribución universal de los mismos.
Por Ella, la vida de Jesús fluye hasta nosotros. En tu harto peligroso peregrinar por el desierto
necesitas más que nadie ayuda. Tienes hambre y sed de lo divino. La Iglesia le hace decir a la
Virgen: "¡Oh vosotros los sedientos! venid a las aguas; aun los que no tenéis dinero, comprad y
comed" (Is 5,1). Respira el perfume de incienso que sube de ese santuario. Alma contemplativa
como la que más, María jamás perdía la presencia de Dios. No se derramaba en palabras. Expo-
nía su alma virgen a la cálida luz del amor divino para ser penetrada por sus rayos. Como un
espejo cuya limpidez ninguna sombra empañaba, recibía la imagen de Dios y la reflejaba en
adoración y alabanza. Devolvía en gloria lo que se le daba en gracia: "Engrandece mi alma al
Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador" (Lc 1,46-47).
¡Si pudieras ser como Ella "pura capacidad de Dios"! ¿Por qué retirarte al desierto, por qué
haber quemado las naves, desconectado todas las antenas, alzado paredes en torno a tu soledad,
sino a fin de conservar o recuperar la virginidad de tu alma? Recién bautizado, cuando lo creado
no había hecho aún irrupción, un himno único, del fondo de tu alma se elevaba: la alabanza y el
amor que se tributan las Tres Divinas Personas. Ese canto, en forma permanente, era el que
escuchaba María, y su eco en la gracia que la llenaba; y el don rebotaba en gloria: "Santo es su
nombre" (Lc 1,49).
Sólo puedes tener un deseo: dar oídos a ese perenne "Gloria" que resuena en el hondón de tu
alma. No puede escucharse sino en pureza, silencio y paz.
Tal vez piensas que amar a Dios es darle algo... Ábrele paso franco, no pide otra cosa, pues
amar a Dios es ofrecerse a las liberalidades de su amor, es dejarlo que nos ame. No digas: "Dios
mío, os amo".
Di: "Dios mío, ámame". Para él amar es dar, y lo que da es su caridad, que nos permite corres-
ponderle.
La Virgen María se alegra en su Magnificat porque "el Señor ha mirado la pequeñez de su
sierva" (Lc 1,48), "haciéndole grandes cosas".
Deja que en ti cante el hombre nuevo con su primacía recobrada en el desierto. Cuanto más
sencillo sea el marco de tu existencia y más comunes tus ocupaciones, más fácil te será vivir a la
escucha de Dios.
Piensa en Nazaret: la Madre de Dios, la Reina del cielo y de la tierra es nada más que el ama
de casa de una familia pobre, y su horizonte diario no rebasa los términos de una aldea. Así y
todo, es más que el Templo de Jerusalén, ella, la Esposa mística del Dios que en él se adora. ¡Ah,
si pudieras sustraerte al ambiente de ruindad, y no vivir más que de las realidades invisibles!
Hazte indiferente a lo contingente y tendrás a mano una zona desértica favorable a la libertad de
tu alma María no desea nada sino ser en plenitud "la sierva del Señor" (Lc 1,38), en el mismo sentido
en que San Pablo gustará de llamarse "esclavo" (1 Co 7, 22 ; Rm 6,22).
Advierte una notable semejanza de disposiciones íntimas entre la Madre y el Hijo. Jesús viene
también para servir al Padre (Hb 10,7), y se hace "esclavo" de sus voluntades (Flp 2,7). La hu-
mildad y la sumisión confiada nacen infalible y solamente del sentido de Dios y del espíritu de
adoración. En el desierto, el hombre se siente pequeño y destituido, a merced del Creador a quien
todos los elementos obedecen. Cual un mendigo, se calla, postra su miseria y junta las manos en
señal de imploración: "A ti alzo mis ojos, a ti que habitas en los cielos; como están los ojos del
esclavo atentos a las manos de su señor" (Sal 122,1-2).
El eremita, a despecho de las apariencias, es la antítesis de un independiente. Liberado de
todo y de sí mismo, se entrega al beneplácito de Dios. Si eres íntimo de la Santísima Virgen, ésa
será la más profunda lección que aprenderás de ella. Habla poco, mas lo que dice cambia el
rumbo del mundo y puede transformar tu existencia.
Toda tu sabiduría delante de Dios se encierra en estas tres palabras caídas de labios de María:
"Ecce", "Fiat", "Magnificat". Tu éxito en el eremitorio está pendiente de la impronta que dejen
en ti...
"Heme aquí" es la ofrenda generosa del abandono, la entrega incondicional de sí, en la total
ignorancia de un porvenir que sólo Dios conoce y se reserva para labrar. Necesitas una fe sólida,
maciza, en la Paternidad de Dios. Tienes suficiente conocimiento de sus vías para saber cuán
misteriosas, "insondables e incomprensibles" son (Rm 11,33), y hasta qué punto "los pensamien-
tos de Dios no son nuestros pensamientos, ni sus caminos nuestros caminos" (Is 55,8). No igno-
ras con qué condición va el discípulo en seguimiento del Maestro: "Si alguno quiere venir en pos
de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame" (Lc 9,23).
Aquel que no perdonó a su Hijo Único (Rm 8, 32), no será blando para el hijo adoptivo: "Mi
Padre es el viñador... Todo sarmiento que da fruto, lo poda para que dé mas... (Jn 15,2).
Con todo, no dudas de su Corazón. Pero en ti, el hombre animal tiene miedo: se sabe conde-
nado por tu ingreso en el desierto. Tu santa despreocupación le espanta al arrebatarle toda opor-
tunidad de salvación. La sentencia de muerte está dada contra el "hombre viejo", y Dios la ejecu-
tará sin duda a proporción de tu generosidad en el abandono. Ora por obtenerla.
Es una cumbre. Sábete que no la alcanzarás en un día: Afírmate en la segunda petición del
Padrenuestro: "¡Hágase tu voluntad!" La tuya se resistirá cada día menos, amansada por el amor.
Entrénate en el "Fiat" en los quereres positivos del Señor. En ellos sabes dónde hacer pie, y tu
esfuerzo está circunscrito con precisión.
Se te ahorra la incertidumbre, y tu responsabilidad no recae sino en tu correspondencia. En la
Anunciación, la Santísima Virgen asumía un formidable capital de sacrificios. Mas la contrapar-
tida fue maravillosa: en ella el Verbo se hizo carne. Por un modesto asentimiento, se convertía
en Madre de Dios, Madre de los Hombres y Corredentora del género humano.
Toda la fecundidad de nuestra vida depende de esas aquiescencias y de esas renuncias: "Si el
grano de trigo no es enterrado y muere, queda solo; si muere, da fruto en abundancia" (Jn 12,24).
La resistencia a los quereres de Dios no viene ordinariamente por falta de luz, sino por un
entibiamiento de la caridad. Dios y su voluntad es todo uno. Si lo amaras no andarías con titu-
beos.
Nadie tiene el derecho de menospreciar tus combates ni tus sufrimientos. Jesús no subestima
tu abnegación, y los que se ríen de tus luchas dan pruebas de que no están muy hechos a desistir
de sí mismos. Se siembra en lágrimas, pero se cosecha cantando (Sal 125,5).
El MAGNIFICAT hinche el corazón que ama hasta el don de sí. La Virgen de los Dolores es
también la de los Gozos. En el eremitorio debe reinar un ambiente de paz gozosa. El eremita que no niega nada a Dios, posee la ciencia de los santos. Puede ignorarlo todo acerca del saber, y no
estar al tanto de las batallas de ideas. Ha recibido el "Espíritu de Sabiduría" que lo guía (Ef 1,17).
Como María, él es su trono, y, como ella, piensa que "lo necio de Dios es más sabio que los
hombres, y lo débil de Dios más fuerte que los hombres" (1 Co 1,25).
La devoción a la Adorable Voluntad de Dios te salva del pecado, de todo mal espiritual. ¿Qué
complacencia tomaría Dios en ti si anduvieses en continua divergencia con él? Juguete de la
turbación ¿cómo serías el espejo que refleja su fiel imagen? ¿Qué sería el desierto del eremita si
no pudiera decir con total sinceridad y verdad: "Yo soy para mi Amado y mi Amado para mí"?
(Ct 6,3).
Pídele que te vacíe de ti mismo y ensanche tu capacidad de lo divino.
La Virgen María te enseñará cómo ingeniártelas. Escúchala: "Yo soy la madre del amor...
Venid a mí... El que me escucha, jamás será confundido y los que me sirven no pecarán" (Si24,30-31: Vulgata).

EL EREMITORIO

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