Lo único necesario: Su Amor!

El Monte Carmelo

Capítulo 6
El monte Carmelo. Los caminos de la oración
"Exulte el desierto y la tierra árida, regocíjese la estepa y florezca como un narciso, exulte
con júbilo y cantos de triunfo. Le será dada la hermosura del Carmelo" (Is 35,1-2).
El Monte Carmelo, cuyo nombre significa "Viña" o "Vergel", ha llegado a ser el símbolo de
las ascensiones espirituales, cuyo término, en la cumbre, es el descanso en Dios, en las delicias
de la unión plena. La Escritura nos lo describe como paraje fértil y deleitable, que por su encanto
y feracidad le ha merecido evocar a la Santísima Virgen: "Tu cabeza como el Carmelo" (Ct 7,6).
Isaías pondera la hermosura del Carmelo (35,2). Dios mismo anuncia como tipo de su vindicta
contra su Pueblo prevaricador la devastación del Carmelo. La arrogante montaña quedará pelada
(33,9), su cima se secará (Am 1,2), toda su belleza se marchitará (Na 1,4). Su único rival en
magnificencia es el Líbano (Is 35,2). Su opulencia representa el alma expansionada en los goces
de la contemplación.
Para el contemplativo el centro de interés es el episodio profético de la nubecilla que a ruegos
de Elías viene a poner fin, vertiendo su lluvia benéfica, a la sequía y al hambre (1 Re 18,41-45).
El retiro de Elías al torrente de Kerit, la purificación del Monte del culto de Baal (1 Re 18,41-
46), bien semejan una sorprendente premonición de las etapas que llevan al eremita por las vías
ascendentes de la Oración.
¿Qué es lo que buscas en la huida del mundo y aun del mundo cenobítico? ¿Por qué deseas
vivir en celda, no ver nada, no oír nada, no decir nada, si no es por entrar en gozosa comunión
directa con Dios y en conversar con él con la frecuencia y continuidad que consiente la fragilidad
humana? La oración es eso: un coloquio filial con Dios, en confianza y libertad inspiradas por el
amor. La celda sin oración no pasa de calabozo o de retiro de solterón; es un desierto en el senti-
do peyorativo de la palabra, una tierra árida donde el alma se agosta en su esterilidad.
El eremita es el hombre de la Oración. Ésta es para él una necesidad vital, una exigencia del
corazón.
No te descarríes por falsas pistas. Sería un desastre que te convirtieras, en tu soledad, en un
molinillo de rezos, o en el abogado parlanchín de todos los pleitos interesantes. El amor es alaba-
dor más que pedigüeño. El Padrenuestro, del Sacrificio de la Misa, el Oficio divino proveen con
largueza a todas las peticiones. Lástima grande sería que tus encuentros personales con Dios se
tornaran entrevistas de negocios. Otras aspiraciones tiene tu corazón y Dios sobre ti otras miras.
Tienes que sentir impaciencia por abrazarlo en su realidad. Digno de compasión es el eremita
que se satisface con los cantos de alegría de los demás, aunque éstos sean unos santos, y aquéllos
vengan estampados en textos sublimes. Lo que hace falta es poseer el fuego que les arrancaba
esos acentos apasionados. Nada hay de más personal, de más incomunicable que la oración ver-
dadera. Es el lenguaje o la actitud silente de un alma individual cara a cara con su Creador y su
Padre. Es la reacción espontánea del corazón ante ese ponerse en presencia. El corazón ni se
presta ni se pide prestado. Lo que piensan, sienten, expresan los otros puede sacudir nuestro
torpor, animar nuestra poquedad, pero no será nunca la expresión adecuada de nuestras propias
emociones. Dios interpreta condescendiente nuestra sinceridad desmañada, pero cuánto mejor lo
glorificaría la verdad de nuestras personales palabras. Pensando a lo humano, es la eterna inquie-
tud: ¿Me amas de veras? Si el eremita no está enamorado de Dios, nunca sabrá orar. Cerrado el libro, la hebetud lo invade de nuevo, y ni por descuido se aventurará en esos largos silencios,
durante los cuales el alma enteramente desocupada se abre a la irradiación del amor.
La oración pertenece al orden de la fe. Si lo que buscas es la emoción nacida del sentimiento
vivo de una Presencia que te dilate los pulmones, acelerando las latidos del corazón, te expones
a tomarle asco a la oración. Por la fe es como cobramos conciencia de la inhabitación de Dios en
nuestras almas: pero una fe en actos. No hay oración posible sin ese situarnos cara a cara con el
Señor en la actitud interior que nos sugiere lo que él es y lo que somos nosotros.
Todas las verdades que conciernen a nuestras relaciones con él tienen que brillar a los ojos del
eremita con un resplandor que nada pueda empañar.
De aquí que la "lectio divina" le sea imprescindible. Mejor que nadie debe conocer las "mane-
ras" de Dios, según la frase de Santo Tomás de Aquino.
Ningún libro lo formará mejor que la Sagrada Escritura, en la que Dios "SE expresa a SÍ
mismo" y se revela a nosotros. Lo que oyes es su voz. Y nada más cautivador, ni más dulce, que
la voz del amado.
Lo mismo llama a la puerta de tu corazón: "Ábreme" (Ct 5,2), que "estremece al desierto" (Sal
28,8).
El Verbo hecho carne y hecho Eucaristía a quien recibes todas las mañanas, es asimismo
Palabra escrita, y es él quien en la Biblia te inunda con su Luz. Te habla de la grandeza, de la
Belleza del Amor, de su Bondad, de sus designios, de las iniciativas que lo han abajado hasta tu
nada. Los Tratados de Teología disertan sobre un ausente; una sola palabra de la Escritura te trae
el sonido de una voz adorable.
Ojalá llegues a engolosinarte con la Escritura; es sentir la sed de Dios. Abriendo la Biblia
adelantas los labios hacia la Fuente, y la fuente "tiene sed de ser bebida", "sitit sitire" (San Gre-
gorio Nacianceno).
Léela con corazón humilde y simple. La erudición podría aridecerte.
En ella Dios habla a los pequeños, a sus "pobres" que alaban su Nombre (Sal 73,21), y a
quienes prepara una morada (Sal 67,11).
Rumia los textos que han despertado un eco en tu alma. Los viejos anacoretas se repetían
indefinidamente los versos en que parecía estar condensada para ellos la luz de lo alto. La cien-
cia, tal vez, no salía muy bien parada en su exégesis; con todo, ellos paladearon un manjar inefa-
ble ignorado por los sabios. El corazón habíase abierto a la voz del Amado que en él había entra-
do.
Así nutre el eremita su contemplación. Pide al Señor ilumine tu espíritu. Pues los hay que
ciega la suficiencia y que tienen ojos para no ver. Nunca has de leer las Escrituras sin antes invo-
car al Espíritu Santo. Dios habla, pero él es también quien se hace comprender y quien se da.
Dile: "Abre mis ojos para que pueda ver las maravillas de tu ley" (Sal 118,10). "Haz que entien-
da... y pueda meditar sobre tus maravillas" (ib. v.27).
No leas la Biblia como un libro de Historia ni de historias; no la leas como el curioso testigo
de una religión. Para el eremita es el libro sagrado donde debe buscar el conocimiento de lo que
Dios quiere decirle a él personalmente. Lleve su alma siempre pura y libre so pena de permane-
cer opaca a los rayos divinos. Una y otra vez dile al Señor: "Aparta mis ojos de la vista de la
vanidad, y dame la vida de tus caminos" (Sal 118,37). Dando por supuesto que se ha de merecer
el sentido de esa oración. Para el eremita casi todo, fuera de Dios, es "vanidad". Tiene que ser
fiel a su desierto interior. Muchos no saben hallar a Dios. Sus sentidos piden pábulo sensible, su
espíritu, abastecimiento de nociones. Se queman las cejas discurriendo, como si el silencio no
fuese el lenguaje del corazón: "Cuando rezas, entra en tu habitación y, cerrada la puerta, ora a tu
Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo escondido, te premiará" (Mt 6,6). Si estás realmente desasido de todo y andas siempre orientado hacia Dios con el deseo, no necesitarás
palabras. Dios interpreta esa tensión de amor que refleja, incluso en tu carne, el anhelo de tu ser
hambriento. La actitud del pobre postrado en su miseria, la del novio silencioso que contempla
con los ojos brillantes a su prometida, es más elocuente que toda perorata; "Mis deseos, ¡oh
Yavé!, ante ti están y no se te ocultan mis gemidos" (Sal 37,10). Todo lo que lees debe concurrir
a encender ese deseo. Si son pocos los contemplativos ¿no será porque el deseo de Dios es raro
o débil en muchos? Dada la importancia de los sacrificios hechos ¿no es como para creer que el
eremita vive devorado por esa sed? Así tendría que ser, y su alma entera verterse en estos versos
que salmodia: "Como anhela la cierva las corrientes aguas así te anhela a ti mi alma, ¡oh Dios!
Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo" (Sal 41,2-3).
Cuida de que tu conducta no desmienta tus declaraciones. ¡Supone tanta desnudez el decir a
Dios tales cosas! Ejercítate en no negarle nada. Son infinitas sus exigencias para con las almas
que él llama al itinerario de la Oración. Son tantos los que se estancan en eso que uno no se
atreve a llamar "oración". Son tan reticentes en el don de sí mismos, tan de manga ancha para lo
que ellos llaman "peccata minuta", tan poco generosos en el sacrificio, tan enzarzados en sus
seudodesvelos, tan curiosos de frivolidades... Lo más difícil para un eremita contemporáneo
parece ser el consentir en no saber ya nada del mundo, el persuadirse de que puede prescindir de
estar al corriente de todos los vaivenes del pensamiento. La lectura asidua de un diario socava
solapadamente el espíritu de soledad. Todo se paga en la oración, y ello explica que un anacoreta
profesional de la unión con Dios no pueda permanecer treinta minutos a solas con él sin la ayuda
de un libro...
Medita en la orden terminante que Dios da a Elías y, de rechazo, a ti: "Pártete de aquí, vete
hacia el oriente y escóndete junto al torrente de Kerit... Beberás el agua del torrente y yo mandaré
cuervos que te den de comer allí" (1 Re 17, 3-4). Es un imperativo de ruptura absoluta con el
mundo, que implica la ignorancia de lo que en él pasa. Huir hacia el Oriente es refugiarse en
Jesucristo, cuyo nombre es "Oriente" (Lc 1,78), que es la hendidura de la roca, la grieta de la
peña escarpada donde se la invita a la paloma a anidar (Ct 2,14).
Entonces Dios mismo dará al alma generosa el alimento y la bebida de las gracias selectas de
la unión. Muchos más serían los contemplativos si se contaran más "peregrinos de lo absoluto".
De ellos está escrito: "Sacíanse de la abundancia de tu casa y los abrevas en el torrente de tus
delicias; en ti está la fuente de la vida y en tu luz vemos la luz" (Sal 35,9).
Experimentarás por tu cuenta un reflejo de retroceso al borde del abismo. No deja de causar
cierto terror el abandonar en manos de Dios los mandos del mundo interior de cuyo funciona-
miento somos tan celosos. Cuando sienten que se les escapa el libre dominio de sus actividades
en la oración, muchos pierden los estribos y se figuran que van a hacer pie en tierra firme enfras-
cándose en la lectura. De hecho abandonan la oración. Consiente en aburrirte con Dios.
Poca cosa te enseñarán los libros sobre las vías de la contemplación.
Son sencillas y derechas: morir al mundo y a sí mismo, vivir en la mayor soledad y el más
profundo recogimiento, dejar a Dios toda la iniciativa. Lo demás es obra suya. Prepárate median-
te una valerosa ascesis.
Y ¿quién sabe si serás arrebatado hasta la cúspide de ese Carmelo opulento desde donde verás
ascender la nubecilla que pronto anegará tu alma en lluvia fecundante? No puede el eremita no
ambicionar ese estado de la más alta unión con Dios, "la unión plena", la más cercana a la que
nos brindará la eternidad, y para la que estamos hechos. En el desierto, Dios no ha señalado más
rutas ni más sendas que las de la oración (Is 43,19).
La contemplación halla su fin en sí misma: no es otra cosa que el más subido ejercicio de la
caridad, y, la caridad, virtud teologal que tiene a Dios por objeto, carece de finalidad utilitaria para nosotros. Por eso, cuando es auténtica, es inseparable de una santidad verdadera, la cual, a
su vez, no es sino la eflorescencia de esa misma caridad vivificando la práctica de todas las
virtudes hasta el heroísmo. Tu desierto entonces se trocará en prado. Por haber sido tú fiel, cum-
plirá él sus promesas: "En las alturas peladas, dice Dios, haré brotar manantiales... tornaré el
desierto en estanque y la tierra seca en corrientes aguas" (Is 41,18-19).
"Exulte el desierto y la tierra árida, regocíjese la soledad y florezca como un narciso... le será
dada la hermosura del Carmelo" (Is 35).
Tu alma sedienta podrá abrevarse en el torrente de las delicias de Dios: "Pues brotarán aguas
en el desierto y correrán arroyos por la soledad, la tierra quemada se convertirá en estanque, y el
país de la sed se convertirá en fuentes" (Is 35,6-7).

EL EREMITORIO

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